… Dijo Hera, la divina entre las diosas: “¡Hefesto! Ven acá, pues Tetis te necesita para algo”.
Respondió el ilustre cojo de ambos pies: “Respetable y veneranda es la diosa que ha venido a este palacio. Fue mi salvadora cuando me tocó padecer, pues me vi arrojado del cielo y caí a lo lejos por la voluntad de mi insolente madre, que me quería ocultar a causa de la cojera. Entonces mi corazón hubiera tenido que soportar terribles penas, si no me hubiesen acogido en su seno Eurínome y Tetis; Eurínome, hija del refluyente Océano. Nueve años viví con ella fabricando muchas piezas de bronce –broches, redondos brazaletes, sortijas y collares- en una cueva profunda, rodeada por la inmensa, murmurante y espumosa corriente del Océano. De todos los dioses y los mortales hombres, sólo lo sabían Tetis y Eurínome, las mismas que antes me salvaron. Hoy que Tetis, la de hermosas trenzas, viene a mi casa, tengo que pagarle el beneficio de haberme conservado la vida. Sírveles hermosos presentes de hospitalidad, mientras recojo los fuelles y demás herramientas”.
Dijo; y se levantó de cabe el yunque el gigantesco e infatigable numen que al andar cojeaba arrastrando sus gráciles piernas. Apartó de la llama los fuelles y puso en un arcón de plata las herramientas con que trabajaba; enjugóse con una esponja el sudor del rostro, de las manos, del vigoroso cuello y del velludo pecho; vistió la túnica; tomó el fornido cetro, y salió cojeando, apoyado en dos estatuas de oro que eran semejantes a vivientes jóvenes, pues tenían inteligencia, voz y fuerza, y se hallaban ejercitadas en las obras propias de los inmortales dioses. Ambos sostenían cuidadosamente a su señor, y él, andando, se sentó en un trono reluciente cerca de Tetis, asió la mano de la deidad, y le dijo:
“¿Por qué, oh Tetis, la de largo peplo, venerable y cara, vienes a nuestro palacio? Antes no solías frecuentarlo. Di qué deseas; mi corazón me impulsa a ejecutarlo, si puedo ejecutarlo y es hacedero”.
Respondióle Tetis, derramando lágrimas:
“¡Hefesto! ¿Hay alguna entre las diosas del Olimpo que haya sufrido en su ánimo tantos y tan graves pesares como a mí me ha enviado el Crónida Zeus? De las ninfas del mar, únicamente a mí me sujetó a un hombre, a Peleo Eácida, y tuve que tolerar, contra toda mi voluntad, el tálamo de un hombre que yace ya en el palacio, rendido a la triste vejez. Ahora me envía otros males: me concedió que engendrara y alimentara un hijo insigne entre los héroes, que creció semejante a un árbol, lo crié como a una planta en terreno fértil y lo mandé a Ilión en las corvas naves, para que combatiera con los teucros; y ya no le recibiré otra vez, porque no volverá a mi casa, a la mansión de Peleo. Mientras vive y ve la luz del sol está angustiado, y no puedo, aunque a él me acerque, llevarle socorro. Los aqueos le habían asignado, como recompensa, una joven, y el rey Agamenón se la quitó de las manos. Apesadumbrado por tal motivo, consumía su corazón; pero los teucros acorralaron a los aqueos junto a los bajeles y no les dejaban salir del campamento, y los próceres argivos intercedieron con Aquileo y le ofrecieron espléndidos regalos. Entonces, aunque se negó a librarlos de la ruina, hizo que vistiera sus armas Patroclo y le envió a la batalla con muchos hombres. Combatieron todo el día en las Puertas Esceas; y los aqueos hubieran destruido, a no haber sido por Apolo, el cual mató entre los combatientes delanteros al esforzado hijo de Menetio, que tanto estrago causaba, y dio gloria a Héctor. Y yo vengo a abrazar tus rodillas por si quieres dar a mi hijo, cuya vida ha de ser breve, escudo, casco, hermosas grebas ajustadas con broches, y coraza; pues las armas que tenía las perdió su fiel amigo al morir a manos de los teucros, y Aquileo yace en tierra con el corazón afligido”.
Contestóle el ilustre cojo de ambos pies:
“Cobra ánimo y no te apures por las armas. Ojalá pudiera ocultarlo a la muerte horrísona cuando el terrible destino se le presente, como tendrá una hermosa armadura que admirarán cuantos lo vean”.
Así habló; y dejando a la diosa, se encaminó a los fuelles, los volvió hacia la llama y les mandó que trabajasen. Éstos soplaban en veinte hornos, despidiendo un aire que avivaba el fuego y era de varias clases: unas veces fuerte, como lo necesita el que trabaja de prisa, y otras, al contrario, según Hefesto lo deseaba y la obra lo requería. El dios puso al fuego duro bronce, estaño, oro precioso y plata; colocó en el tajo el gran yunque, y cogió con una mano el pesado martillo y con la otra las tenazas.
Hizo lo primero de todo un escudo grande y fuerte, de variada labor, con triple cenefa brillante y reluciente, provisto de una abrazadera de plata. Cinco capas tenía el escudo, y en la superior grabó el dios muchas artísticas figuras, con sabia inteligencia.
Allí puso la tierra, el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena; allí las estrellas que el cielo corona, las Pléyades, las Híades, el robusto Orión y la Osa, llamada por sobrenombre el Carro, la cual gira siempre en el mismo sitio, mira a Orión y es la única que deja de bañarse en el Océano.
Allí representó también dos ciudades de hombres dotados de palabra. En la una se celebraban bodas y festines: las novias salían de sus habitaciones y eran acompañadas por la ciudad a la luz de antorchas encendidas, ríanse repetidos cantos de himeneo, jóvenes danzantes formaban ruedos, dentro de los cuales sonaban flautas y cítaras, y las matronas admiraban el espectáculo desde los vestíbulos de las casas.
Los hombres estaban reunidos en el ágora, pues se había suscitado una contienda entre dos varones acerca de la multa que debía pagarse por un homicidio: el uno, declarando ante el pueblo, afirmaba que ya la tenía satisfecha; el otro negaba haberla recibido, y ambos deseaban terminar el pleito presentando testigos. El pueblo se hallaba dividido en dos bandos que aplaudían sucesivamente a cada litigante; los heraldos aquietaban a la muchedumbre, y los ancianos, sentados sobre pulimentadas piedras en sagrado círculo, tenían en las manos los cetros de los heraldos, de voz potente, y levantándose uno tras otro publicaban el juicio que habían formado. En el centro estaban los dos talentos de oro que debían darse al que diese justicia más recta.
La otra ciudad aparecía cercada por dos ejércitos cuyos individuos, revestidos de lucientes armaduras, no estaban acordes: los del primero deseaban arruinar la plaza, y los otros querían dividir en dos partes cuantas riquezas encerraba la hermosa población. Pero los ciudadanos aún no se rendían, y preparaban secretamente una emboscada. Mujeres, niños y ancianos, subidos en la muralla, la defendían. Los sitiados marchaban, llevando al frente a Ares y a Palas Atenea, ambos de oro y con áureas vestiduras, hermosos, grandes, armados y señalados como dioses, pues los hombres eran de estatura menor. Luego, en el lugar escogido para la emboscada, que era a orillas de un río y cerca de un abrevadero que utilizaba todo el ganado, sentábanse, cubiertos de reluciente bronce, y ponían dos centinelas avanzados para que les avisaran la llegada de las ovejas y de los bueyes de retorcidos cuernos. Pronto se presentaban los rebaños con dos pastores que se recreaban tocando la zampoña, sin presentir la asechanza. Cuando los emboscados los veían venir, corrían a su encuentro y al punto se apoderaban de los rebaños de bueyes y de los magníficos hatos de blancas ovejas y mataban a los guardianes. Los sitiadores, que se hallaban reunidos en junta, oían el vocerío que se alzaba en torno de los bueyes, y montando ágiles corceles acudían presurosos. Pronto se trababa a orillas del río una batalla en la cual heríanse unos a otros con broncíneas lanzas. Allí se agitaban la Discordia, el Tumulto y la funesta Parca, que a un tiempo cogía a un guerrero vivo y recientemente herido y a otro ileso, y arrastraba, asiéndolo de los pies, por el campo de la batalla a un tercero que ya había muerto; y el ropaje que cubría su espalda estaba teñido de sangre humana. Movíanse todos como hombres vivos, peleaban y retiraban los muertos.
Representó también una blanda tierra noval, un campo fértil y vasto que se labraba por tercera vez: acá y acullá muchos labradores guiaban las yuntas, y al llegar al confín del campo, un hombre les salía al encuentro y les daba una copa de dulce vino; y ellos volvían atrás, abriendo nuevos surcos, y deseaban llegar al otro extremo del noval profundo. Y la tierra que dejaban a sus espaldas negreaba y parecía labrada, siendo toda de oro; lo cual constituía una singular maravilla.
Grabó asimismo un campo real donde los jóvenes segaban las mieses con hoces afiladas: muchos manojos caían al suelo a lo largo del surco, y con ellos formaban gavillas los atadores. Tres eran éstos, y uno rapaces cogían los manojos y se los llevaban abrazados. En medio, de pie en un surco, estaba el rey sin desplegar los labios, con el corazón alegre y el cetro en la mano. Debajo de una encina, los heraldos preparaban para el banquete un corpulento buey que habían matado. Y las mujeres aparejaban la comida de los trabajadores, haciendo abundantes puches de blanca harina.
También entalló una hermosa viña de oro cuyas cepas, cargadas de negros racimos, estaban sostenidas por rodrigones de plata. Rodeábanla un foso de negruzco acero y un seto de estaño y conducía a ella un solo camino por donde pasaban los acarreadores ocupados en la vendimia. Doncellas y mancebos, pensando en cosas tiernas, llevaban el dulce fruto en cestos de mimbre; un muchacho tañía suavemente la armoniosa cítara y entonaba con tenue voz un hermoso himno, y todos le acompañaban cantando, profiriendo voces de júbilo y golpeando con los pies el suelo.
Puso luego un rebaño de vacas de erguida cornamenta: los animales eran de oro y estaño, y salían del establo, mugiendo, para pastar a otrillas de un sonoro río, junto a un flexible cañaveral. Cuatro pastores de oro guiaban a las vacas y nueve canes de pies ligeros los seguían. Entre las primeras vacas, dos terribles leones habían sujetado y conducían a un toro que daba fuertes mugidos. Perseguíanlos mancebos y perros. Pero los leones lograban desgarrar la piel del corpulento toro y tragaban los intestinos y la negra sangre; mientras los pastores intentaban, aunque inútilmente, estorbarlo, y azuzaban a los ágiles canes: éstos se apartaban de los leones sin morderlos, ladraban desde cerca y regían el encuentro de las fieras.
Hizo también el ilustre cojo de ambos pies un gran prado en hermoso valle, donde pacían las cándidas ovejas, con establos, chozas techadas y apriscos.
El ilustre cojo de ambos pies puso luego una danza como la que Dédalo concertó en la vasta Cnoso en obsequio de Ariadna, la de lindas trenzas. Mancebos y doncellas de rico dote, cogidos de las manos, se divertían bailando: éstas llevaban vestidos de sutil lino y bonitas guirnaldas, y aquellos túnicas bien tejidas y algo lustrosas, como frotadas con aceite, y sables de oro suspendidos de argénteos tahalíes. Unas veces moviendo los diestros pies, dando vueltas a la redonda con la misma facilidad con que el alfarero, sentándose, aplica su mano al torno y lo prueba para ver si corre, y en otras ocasiones se colocaban por hileras y bailaban separadamente. Gentío inmenso rodeaba el baile y se holgaba en contemplarlo. Entre ellos un divino aedo cantaba acompañándose con la cítara, y así que se oía el preludio, dos saltadores hacían cabriolas en medio de la muchedumbre.
Después que construyó el grande y fuerte escudo, hizo para Aquileo una coraza más reluciente que el resplandor del fuego; un sólido casco, hermoso, labrado, de áurea cimera, que a sus sienes se adaptara, y una grebas de dúctil estaño.
Cuando el ilustre cojo de ambos pies hubo fabricado todas las armas, las entregó a la madre de Aquileo. Y Tetis saltó, como un gavilán desde el nevado Olimpo, llevando la reluciente armadura que Hefesto había construido.
Que belleza! Esta es la mejor manera de ver ese escudo de frente y olvidar las cuestiones de este hacedor, que debe ser repetido y luego inspira a intentar merecer su oficio alguna vez
ResponderEliminarme encanto
ResponderEliminarsi pero muy tarde
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