Por los gitanos
Rubén Darío
París, diciembre de
1910
Georges
Berry, diputado de París, es varón poco sensible a las poéticas tradiciones.
Acaba de hacer aprobar por sus colegas del Palais Bourbon una ley que prohíbe
la entrada de los gitanos en Francia. Siendo los gitanos seres misteriosos y
poéticos, tienen todas mis simpatías y lamentaré con ellos que no entren más en
esta dulce tierra.
Monsieur
Jean Richepin, que cuando no era académico parecía tener cierto orgullo en
manifestar que tenía sangre turania en las venas y que hizo un poco el romanichel, debía haber protestado
contra la actitud del diputado Berry, que, ocupado en harto parlamentarios
asuntos, no ha tenido tiempo de estudiar los secretos del antiguo Egipto.
¡Los
gitanos! ¿No llevan en sus ojos radiantes algo de lo maravilloso del pasado, y
no saben leer con esos mismos radiantes ojos los secretos del porvenir? Yo los
he visto en sus cuevas troglodíticas del Sacromonte granadino, primitivos
ferreteros, remendones de cacerolas, con sus caras morenas, con sus patillas de
boca de hacha, sus ojos relampagueantes y felinos, sus abuelas, sus mujeres, su
hijas, todas danzantes, vestidos de colorines, lúbricas e intocables para quien
no sea cañí, prodigiosas de flexibilidad, de rítmica lujuria y de gracia
bárbara en sus fandangos, tientos y garrotines.
“Austria,
Bélgica, Suiza, España han revisado y perfeccionado sus legislaciones para
impedir a todos esos malandrines franquear sus fronteras.”
Tal
dice monsieur Georges Berry. Por lo que le toca a España, si tal sucede, me
parece la disposición ilusoria. Los gitanos de España son legión y se bastan
para toda la península. Ellas, salvajemente hermosas, goyas o zuloagas,
sórdidas y llamativas, continuarán por campos y ciudades diciendo a las gentes
la buena ventura; ellos, con sus fajas y sus sombrerotes, continuarán
arreglando cazuelas y calderos, esquilando burros y robando a tontos. Y en
todas partes de la tierra por donde pase quien tiene por jefe a su Corroe,
conservará su legendario prestigio entre las muchedumbres. Y leo esta página en
un sabio libro:
“Sin
embargo, antes de morir, los Iniciados Egipcianos tienen una idea de genio… A
fin de conservar la Tradición de las Pirámides a pesar de Roma, ellos han
confiado los jeroglíficos a un pueblo de nómadas, venidos de la India, y que
vagabundean a las riberas del Nilo… Este pueblo es vicioso, naturalista en
extremo. Vende sus hijas, sus mujeres, pillan, roban. El vicio es su culto, la
orgía su religión, el robo su juego. En él, la involución estaba hecha de
carne, y esa onda tumultuosa arrastraba todas las taras.
“Pero
los iniciados, pensando con razón que en esta época de tinieblas el vicio será
un arco más fuerte que la virtud, decidieron confiar a estos nómadas la
tradición, enseñándoles un arte del cual pueden servirse para predicar el
porvenir. Ellos les enseñaron, explicándoselos, con amor, los sentidos
adivinativos de los jeroglíficos del libro de Thot-Hermés, compuesto de 21 lames sagradas, y cuyo estudio profundo
necesita 21 años de labor… Después, habiéndole mostrado todas las ventajas y
cuestiones que podrían obtener de este Tarot,
halagando a la vez su capacidad y esa atracción invencible por el porvenir que
recela toda alma, los iniciados dijeron a los nómadas: ‘Desde ahora, vosotros
os llamaréis el pueblo de los Römes,
y vosotros iréis por la tierra prediciendo el porvenir con la ayuda del Tarot y no teniendo más que un solo
propósito, un fin único: perseguir al sol con el fin de ver dónde es que él se
acuesta…’. Entonces, los bohemios, aceptando el secreto sagrado de Thot-Hermés
y habiendo hecho su Biblia propia, conscientes de su misterioso poder de
adivinar el porvenir, se lanzaron hacia el Occidente, a la persecución de la
luz… El Occidente: Roma, y el pensamiento de los iniciados, este torrente de
infelices y ladrones, teniendo la magia para seducir las multitudes y el poder
de darle su interés particular a las supersticiones, ¡aparecía más capaz de dar
el asalto al papado triunfante que un ejército de intelectuales…!
“Y
un día llegará donde aquellos que sepan leer, al mirar los jeroglíficos entre
las manos de los gitanos, comprenderán que ellos no son más que hojas secas
esparcidas por el viento de la Tradición, y que ese mote de Römes no es otra cosa que una corrupción
de aquel de Ram, padre del Agneau, del Cordero”.
Conservo
el recuerdo de una llegada de gitanos andantes a una aldea asturiana, donde
solía pasar mis veranos cuando residía en España.
Era
un día domingo. Los muchachos jugaban en la calle, las gentes venían de oír
misa en la ermita cercana, de pronto se oyó a lo lejos el acompasado sonar de
un gran pandero. Todos los rostros se alegraron. Se divisó luego la caravana
trashumante de los bohemios. Se oyó la voz ronca del jefe de la tribu, soberbio
ejemplar de su morena raza. Tenía los cabellos largos, los ojos de fuego negro;
vestía pobremente y ceñía su cintura una ancha faja, por donde asomaba el
extremo de unas enormes tijeras de esquilador. Le acompañaban unas cuantas
mujeres, entre las cuales una linda bestezuela de 13 a 14 años, arisca y
voluptuosa, un mocetón, y lo principal de la familia: un oso. Este era flaco,
grande, gris y de aspecto filosófico. Bailaba, como sus congéneres, con gracias
pesadas y balanceos de cabeza, mientras el gitano director percutía el sonoro
pellejo y lanzaba unos cantos raros con voz gutural. Y la alegría reinaba entre
los aldeanos, sobre todo entre los niños, que abrían grandes ojos asombrados y
contentos. Acabada la danza, iba el oso por el coro, con el pandero, en el que
caían las perras chicas y las perras gordas. Luego iban las mujeres errantes,
de casa en casa, diciendo la buenaventura, y las mozas se reían de gusto cuando
les leían en la palma de la mano un porvenir agradable con el respectivo
casorio y la parvada de hijos. Y seguían los zíngaros su viaje a otras aldeas,
a otros pueblos, a otras ciudades. E iban llevando con ellos el contento y la
leyenda.
El
poeta malagueño Arturo Reyes, que es semejante a un sultán moro, me contaba
hace ya tiempo en Málaga anécdotas y casos de la vida de los gitanos, cosas de
furia, de sangre y de salvaje amor. Y cómo la gitana jamás se entrega a quien
no es de su raza aunque represente a maravilla la farsa de la pasión. Ella
arrancará dineros al incauto que cree ya haberla conseguido, sabrá explotar con
sin igual habilidad sus gestos de gata amorosa, sus felinidades de cuerpo y su
mirar prometedor, pero cuando menos lo piensa, el donjuán queda burlado y con
el bolsillo ligero, sin haber conseguido nada de la más escurridiza y picante
de todas las hembras de la tierra. Y luego, ¡tienen ellas y ellos el cuchillo y
la navaja tan fáciles! Y a veces suceden verdaderos prodigios. ¿Cómo me contó
don Ramón del Valle-Inclán, en alguna conferencia en Buenos Aires, el suceso
más admirable y delicioso que pasó en Madrid hace pocos años, en el cual él
tuvo parte muy principal y que dio por resultado el matrimonio de la danzarina
gitana Camelia y el maharadja de Kapurthala? Es un cuento bello, mitad de
Perrault, mitad de Las mil y una noches.
A
parís suelen venir, como números de music
hall, gitanas y gitanos que causan sorpresa por sus figuras extrañas, sus
trajes chillantes, sus salvajes bailes. Y en una pieza cuyo argumento pasa en
España y que tiene música de un compositor que aquí reside y a quien llaman
Quinito Valverde, una francesa medio norteamericana, posiblemente con algo de cubana, esto es, completamente
parisiense, contrahace la gitana y la imitación resulta casi perfecta.
Y
el diputado Berry quiere que no entren en Francia los errantes hijos de Egipto
que llevan consigo el secreto de la Esfinge y de la Pirámide y que saben lo
futuro y que andan buscando, en persecución del sol, el lugar en que este se
acuesta…
Proseguid,
oh, parientes de las golondrinas y preferidos de las estrellas, proseguid
vuestros inacabables éxodos en otras tierras hospitalarias. Seguid amando el
vino y vuestros egoístas y celosos amores, y cometiendo instintiva y
furtivamente tal cual pillería. Contaos vuestras legendarias tradiciones en
vuestras noches de reposo, en vuestras giras a la ventura y en vuestras cortes
de los milagros.
Seguid
teniendo el incontenible horror que tenéis por el animal simbólico y terrible
cuyo nombre no osáis pronunciar y cuya cabeza fue quebrantada por el rosado
talón de la mujer. Contemplad las constelaciones y adivinad por lo que os
indica vuestro misterioso libro de separadas hojas lo que ha de acontecer a los
humanos que os interroguen y os paguen los anuncios y horóscopos en buenas
monedas. Id con vuestros osos, regocijando a los campesinos y poniendo una nota
pintoresca en las ciudades españolas, alemanas, húngaras, o en el país de
Italia. Y no sepáis nunca la existencia del diputado monsieur Georges Berry,
porque yo sé cómo son de formidables vuestros conjuros, cómo son de pavorosas
vuestras maldiciones, cómo son de embrujados vuestros gestos.
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