lunes, 30 de enero de 2012

ROLAND BARTHES - LOS ROMANOS EN EL CINE

LOS ROMANOS EN EL CINE
ROLAND BARTHES

En el Julio César de Mankiewicz, todos los personajes tienen flequillo sobre la frente. Unos lo tienen rizado, otros filiforme, otros en jopo, otros aceitado, todos lo  tienen bien peinado y no se admiten los calvos, aunque la Historia romana los haya proporcionado en buen número. Tampoco se salvaron quienes tienen poco cabello y el peluquero, artesano principal del film, supo extraer en todos los casos un último mechón que alcanzó el borde de la frente, de esas frentes romanas cuya exigüidad siempre ha indicado una mezcla específica de derecho, de virtud y de conquista.
¿Pero qué es lo que se atribuye a esos obstinados flequillos? Pues ni más ni menos que la muestra de la romanizad. Se ve operar al descubierto el resorte fundamental del espectáculo: el signo. El mechón frontal inunda de evidencia, nadie puede dudar de que está en Roma, antaño. Y esta certidumbre es continua: los actores hablan, actúan, se torturan, debaten cuestiones “universales”, sin perder nada de su verosimilitud histórica, gracias a ese emblema extendido sobre la frente, su generalidad puede dilatarse con seguridad absoluta, atravesar el Océano y los siglos, incorporar el aspecto yanqui de los extras de Hollywood, poco importa, todo el mundo está instalado en la tranquila certidumbre de un universo sin duplicidad, donde los romanos son romanos por el más legible de los signos, el cabello sobre la frente.
Un francés, a cuyos ojos los rostros americanos aún conservan algo de exótico, juzga cómica esa mezcla de morfologías: gángsters-sherifs y flequillo romano; en todo caso es un excelente chiste de music-hall; para nosotros el signo funciona con exceso: al dejar que aparezca su finalidad, se desacredita. Pero el mismo flequillo, llevado por la única frente naturalmente latina del film, la de Marlon Brando, se nos impone sin hacernos reír y no debería excluirse la posibilidad de que parte del éxito europeo de este actor se deba a la integración perfecta de la capilaridad romana en la morfología general del personaje. En contraste, Julio César resulta increíble con ese aspecto de abogado anglosajón ya desgastado por mil segundos papeles policiales o cómicos, con ese cráneo bonachón rastrillado por un lamentable mechón trabajado por el peluquero.
Dentro del orden de las significaciones capilares, encontramos un subsigno: el de las sorpresas nocturnas. Porcia y Calpurnia, desveladas en plena noche, muestran los cabellos ostensiblemente desaliñados; la primera, más joven,  tiene el desorden flotante, es decir que la ausencia de arreglo aparece de algún modo en su primer grado; la segunda, madura, presenta un punto flojo más trabajado: una trenza contornea su cuello y aparece por delante del hombro derecho, imponiendo, de esta manera, el signo tradicional del desorden, que es la asimetría. Pero esos signos son a la vez excesivos e irrisorios: postulan una “naturalidad” que ni siquiera tienen el coraje de sostener hasta el fin: no son “francos”.
Otro signo de este Julio César: todos los rostros sudan sin interrupción: hombres del pueblo, soldados, conspiradores, todos bañan sus rasgos austeros y crispados con un chorrear abundante (de vaselina). Y los primeros planos son tan frecuentes que, sin lugar a dudas, el sudor resulta un atributo intencional. Como el flequillo romano o la trenza nocturna, el sudor también es un signo. ¿De qué?: de la moralidad. Todo el mundo suda porque en todos algo se debate; estamos ubicados en el lugar de una virtud que se atormenta horriblemente, es decir en el lugar mismo de la tragedia; y el sudor se encarga de manifestarlo. El pueblo, traumatizado por la muerte de César y luego por los argumentos de Marco Antonio, el pueblo suda, combinando económicamente, en ese único signo, la intensidad de su emoción y el carácter grosero de su condición. Y los hombres virtuosos, Bruto, Casio, Casca, también traspiran sin cesar, testimoniando el enorme tormento fisiológico que en ellos opera la virtud que va a nacer de un crimen. Sudar es pensar (cosa que, evidentemente, descansa sobre el postulado, propio de un pueblo de hombres de negocios, de que pensar es una operación violenta, cataclísmica, cuyo signo más pequeño es el sudor). En todo el film, sólo un hombre no suda, permanece lánguido, imberbe, hermético: César. Evidentemente, César, objeto del crimen, permanece seco, pues él no sabe, no piensa, debe conservar el aspecto nítido, solitario y limpio del cuerpo del delito.  
También aquí el signo es ambiguo: permanece en la superficie, pero no por ello renuncia a hacerse pasar como algo profundo; quiere hacer comprender (lo cual es loable), pero al mismo tiempo se finge espontáneo (lo cual es tramposo), se declara a la vez intencional e inevitable, artificial y natural, producido y encontrado. Esto nos puede introducir a una moral del signo. El signo debería darse bajo dos formas extremas: o francamente intelectual, reducido por su distancia a un álgebra, como en el teatro chino, donde una bandera significa todo un regimiento; o profundamente arraigado, inventado de algún modo cada vez, librando una faz interna y secreta, señal de un momento y no de un concepto (el arte de Stanislavski, por ejemplo). Pero el signo intermediario (el flequillo de la romanizad o la transpiración del pensamiento) denuncia un espectáculo degradado, que tanto teme a la verdad ingenua como al artificio total. Pues, si es deseable que un espectáculo esté hecho para que el mundo se vuelva más claro, existe una duplicidad culpable en confundir el signo y el significado. Es una duplicidad propia del espectáculo burgués: entre el signo intelectual y el signo visceral, este arte coloca hipócritamente, un signo bastardo, a la vez elíptico y pretencioso, que bautiza con el nombre pomposo de “natural”.

Barthes, Roland
Mitologías
Trad. Héctor Schmucler
Siglo XXI, México, 1986
pp. 28-31

lunes, 9 de enero de 2012

erasmo ya lo dijo en su momento... ¿qué diría hoy?... ¡ay!...

La imagen y la naturaleza de la guerra
Hemos pintado a grandes rasgos el retrato del hombre, contrapongámosle ahora, si te parece, la imagen de la guerra. Imagina a partir de este momento que contemplas las bárbaras cohortes, horrendas por su solo aspecto y por su vocerío, ejércitos cubiertos de hierro alineados frente a frente; formidables tanto el estampido como el brillo de las armas, desagradables el resollar de una multitud desmesurada, las miradas amenazantes, los roncos cuernos, el terrorífico canto de las trompas, el tronar de las bombardas (no menos espantoso que el trueno pero más destructivo), el estruendo enloquecido; el furioso encontronazo, la feroz carnicería, la alternancia cruel de los que mueren y de los que matan, montones de cadáveres, mieses que ondean sangrientas, ríos teñidos de sangre humana. A veces ocurre que el hermano se abalanza contra el hermano, el pariente contra el pariente, el amigo contra el amigo y que al desbordarse el furor de todos clava la espada en las entrañas de aquel que jamás, ni siquiera de palabra, le había ofendido. En síntesis, hay en esa tragedia tal cúmulo de males que el corazón humano siente horror hasta de recordarlos. Para no hablar se aquellos otros males, que ante los ya descritos resultan leves y rutinarios: cosechas pisoteadas, casas reducidas a cenizas, granjas incendiadas, cabezas de ganado robadas, doncellas violadas, ancianos arrastrados al cautiverio, templos saqueados, latrocinios, pillajes, violencia y caos totales. De modo que omitiré aquellas desdichas que forman el séquito habitual de toda guerra, incluso de la más afortunada y justa: el pueblo empobrecido, los notables abrumados de impuestos; ¡tantos ancianos desamparados y al mismo tiempo anonadados por la muerte de sus hijos! (desgracia peor que perder la vida a manos del enemigo y con ella la capacidad de sufrir); ¡tantas ancianas privadas de sus bienes y a quienes así se aniquila con mayor crueldad que por la espada! ¡Tantas mujeres viudas, tantos niños huérfanos, tantos hogares en duelo, tanta gente próspera reducida a la miseria! En cuanto a la ruina moral, ¿de qué sirve mencionarla, cuando nadie ignora que de la guerra se derivan todas las calamidades de la vida? Ella engendra el desprecio del deber, la indiferencia ante las  leyes, la osadía y la prontitud para todo tipo de crímenes. De esta fuente nace una turba de bandidos, ladrones, sacrílegos, asesinos. Y, lo que es muchísimo más grave, esta  pestilencia tan funesta no sabe fijarse límites sino que nacida en un rincón cualquiera no sólo invade como una epidemia las regiones vecinas, sino que por ánimo de lucro o a causa de un casamiento o de una alianza arrastra a  las más lejanas a participar en el tumulto y en el desastre públicos. Aún más, la  guerra engendra la guerra, de un amago de guerra nace una verdadera y de una insignificante surge una guerra total, y no es extraño que ocurra en estas ocasiones lo que nos cuentan las fábulas sobre la hidra de Lerna. Por este motivo, creo yo, que aquellos antiguos poetas, que observaron con perspicacia y representaron con gran acierto la naturaleza de las cosas, nos transmitieron que la guerra llegó de los infiernos, que fue por obra de las Furias, sin que fuese suficiente una Furia cualquiera para cumplir esta misión. Para ello se eligió a la más funesta de todas, “la que tiene mil nombres, mil modos de hacer el mal”, la que armada con serpientes hace sonar la trompeta infernal. Es Pan quien llena el universo con su fragor demencial. Belona blande el furioso azote. El “Furor impío”, rotos todos los nudos que lo ataban, “sangrienta la boca, espantoso” emprende el vuelo. Tampoco los gramáticos la  pasaron por alto. Unos consideraban la palabra “bellum” como una antífrasis, ya que nada tiene ni de bueno ni de bello; pues lo bélico es a lo bello como las Furias a las Euménides. Otros se inclinan por derivarla de  la “”bestia” (“belua”), porque luchar hasta la destrucción mutua es más propio de bestias que de hombres. Pero honradamente a mí la lucha armada me parece “más que animalesca, más que bestial”. En primer lugar, la mayoría de las bestias salvajes viven armónica y civilizadamente dentro de su propia especie, marchan con la manada, se defienden y se ayudan entre sí. Además no todas las fieras son belicosas (las hay inofensivas como los gamos y las liebres); sólo pelean las más feroces de todas: los leones, los lobos, los tigres. Y ni siquiera se hacen la guerra a sí mismas como nosotros. “El perro no come perro”, “los leones feroces no combaten entre  sí”, la serpiente vive en armonía con la serpiente, entre las alimañas venenosas reina la paz. Para el hombre en cambio no hay fiera más peligrosa que el hombre. Por otra parte, las fieras cuando luchan, luchan con sus propias defensas; nosotros armamos a los hombres con armas antinaturales, inventadas por una técnica diabólica para destruir a otros hombres. Y cuando las fieras se enfurecen no lo hacen porque sí, sino cuando el hambre las aguijonea o cuando se sienten perseguidas o cuando temen por sus crías. Nosotros -¡Dios inmortal!- ¡por qué frívolas causas desencadenamos las peores guerras! Por demenciales títulos de señorío, por un enfado pueril, por una mujerzuela entrometida y por causas mucho más ridículas que éstas. Además, entre fieras la guerra es un duelo que enfrenta a dos contendientes y dura muy poco. Aunque el combate sea muy sangriento en cuanto uno de los dos resulta herido se separan. ¿Cuándo se ha oído que como hacen los hombres a menudo cien mil bestias salvajes se despedacen mutuamente? Todavía más, aunque ciertas fieras sienten una hostilidad instintiva hacia animales de otra especie, también hay otras que a la inversa están unidas por una amistad genuina y firme. En cambio lo que une a los hombres con otro hombre, sin importar quien sea, es una lucha perenne, sin que haya alianza alguna entre mortales que tengan suficiente consistencia. Diré más: toda especie que se aparte de su naturaleza acaba degenerando en otra peor, mucho más que si su maldad fuera de origen natural. ¿Quieres saber cuán feroz es la guerra, cuán horrible, cuán indigna es del hombre? ¿No has visto nunca a un león peleando con un oso? ¡Qué fauces, qué rugidos, qué jadeos, qué ferocidad, qué carnicería! Al espectador, aunque esté a salvo, se le ponen los pelos de punta. Pero mucho más horrible, mucho  más feroz es la visión de un hombre cargado de armas y venablos atacando a otro hombre. ¿Quién creería, dime, que se trata de seres humanos si la costumbre del mal no nos hubiera privado de la capacidad de asombro? Ojos que arden, palidez en los rostros, furor en la marcha, la voz  es como un chirrido, el estruendo demencial, el hombre es todo hierro, las armas rechinan, las bombardas disparan sus rayos. Si los hombres se devorasen y bebiesen la sangre para alimentarse la cosa sería más amable; pero a los que algunos han llegado es a realizar por odio lo que la costumbre o la necesidad harían más excusable. Más aún, todo esto se está volviendo más cruel gracias a las flechas envenenadas y a las infernales máquinas de hoy en día. Ya no encontramos por ninguna parte rastro de humanidad.



Erasmo de Rotterdam (1467-1536)

en “Adagios del poder y de la guerra”. Edic. de Ramón Puig de la Bellacasa, pp.204-208. Alianza Editorial, Madrid, 2008.